No me apetecía mucho pero, como cada año, tocaba la cena de amigas del colegio. Esta vez me encargué yo de buscar el restaurante y opté por un peruano en el que servían ceviche y pisco sour, dos de mis platos favoritos. Era verano y hacía casi 40 grados, así que me pareció un plan perfecto. Nada más llegar estaba Luz, alterada, como siempre, porque había discutido con su marido sobre si ir este año a veranear a Zahara de los Atunes o a Conil de la Frontera. “Ya sé que están al lado, pero no es lo mismo y Arturo no lo entiende, dice que soy una loca privilegiada que hace un mundo de todo cuando hay gente que lleva años sin poder salir de Madrid”. Sonreí pensando la razón que tenía su marido y el mundo tan injusto y despiadado que nos había tocado vivir (léase con sorna). En ese momento llegó Lola, sudando como un pollo, y pidiendo una garra doble de pisco sour solo para ella. “Es que estoy con la perimenopausia y me paso el día con unos sofocos y cambios de humor que no os imagináis. Encima mi ginecóloga me ha dicho que me vaya preparando, que, aunque tengo 43 años, mis niveles de estrógenos son ya de una mujer de 55, así que tengo un bajón y unas ganas de llorar horribles”. Mientras tratábamos de consolarla, apareció en acción Rigoberta, la más sofisticada y exótica de mis amigas, de madre italiana y padre sueco, alguien con una vitalidad capaz de adelantar a un canguro corriendo. “No os lo vais a creer pero me han ascendido en el trabajo, ¡yupi!, voy a formar parte de ese grupo de gente a la que Hacienda le retiene un 40 por ciento en la declaración de la renta…” Se hizo un breve e incómodo silencio que Rigoberta trató de solventar haciéndose un selfie frente a la barra del bar atestada de pisco sour.
Media hora después, nadie me había preguntado cómo estaba, ni por qué me mordía las uñas hasta hacerme heridas, ni por qué me había hecho una coleta para disimular las calvas que llenaban mi cabeza. Luz, Lola y Rigoberta seguían a la suyo, bebiendo, comiendo el delicioso ceviche y hablando de sus “cosas”. Entonces me levanté, cogí mi bolso y dejé dos billetes de 20 euros sobre la mesa.
¿Qué haces, Paloma?, dijo una sorprendida y ebria Lola.
Me voy a mi casa. Me parece terrible el nivel de egocentrismo que manejáis, llevamos aquí más de una hora y me sé al dedillo los problemas hormonales de una o cómo ha sido el ascenso laboral de la otra. ¿Y yo qué? ¿Os dais cuenta que no me habéis preguntado cómo estás Paloma, qué es de tu vida, sigues yendo a terapia por tu última crisis o ya lo has superado? En una palabra, ¿eres feliz?
Se hizo un silencio incómodo que resonó incluso en el bullicioso restaurante en el que no paraba de entrar gente. Mis amigas (o eso creía yo), se quedaron mirándome, como si fuese un jarrón chino expuesto en una tienda de decoración. Mientras me dirigía a la salida, observé que Rigoberta se levantaba dando eses con su copa en la mano y brindaba por la vida. Por su vida. Ninguna había entendido nada.
Que bonito cuento